lunes, 25 de febrero de 2008

Diario de Viaje (7ª y 8ª jornada)

-7ª Jornada: De Rebenal del Camino a Villafranca del Bierzo
-8ª Jornada: De Villafranca del Bierzo a
Triacastela


Extraído de las Crónicas del rey Balduíno II (c.1145)

Sencillo y fatigoso es el caminar del peregrino que espera, ansía, llegar a su destino: el hospedaje concurrido y sencillo, donde le aguarda un plato de caldo, chacinas u olla del país, y un dormir reposado por lo largo de su caminar.

Mis pecados eran numerosos, como los de todo cristiano. Cabría decir que jamás he conocido a hombre alguno que esté libre de pecado, tal y como dicen nuestras sagradas escrituras, y pregonan en el púlpito los sacerdotes. Ni siquiera ellos, como la vida me había demostrado, están exentos de los más elementales pecados que mortifican y atenazan el alma de todos los hombres mortales que descienden de Eva, y temen a Dios. Sin embargo, Dios concede a algunos hombres, seglares o tonsurados, un especial halo de diáfana clarividencia, un superior uso de una innata capacidad para escrutar el alma de Dios. Eso recordaba, cuando sentí el frío de la piedra en mi mano, antes de colocarla en el montículo junto a las demás. Los ojos de Bernardo de Claraval, escrutándome, calmos y francos, en la semipenumbra de su celda en la abadía de Fontenoy. "Tu penitencia es doble, ya que debes pedir mucho a Dios. El ser rey, si es como se debe, no es sino una pesada carga que trae consigo la corona". Luego, mirando através del enrejado ventanuco hacia el huerto donde dos hermanos legos removían la tierra con las azadas, concluyó: "Ve como caballero, y peregrino, pues así será doble de fatigoso tu caminar, y mayor la penitencia. Volverás, con la ayuda de Dios, preparado para ser rey de la más santa de las ciudades".

Una ráfaga de aire frío me sacó de mis pensamientos, cuando otro solitario peregrino depositó otra piedra sobre el milladoiro del monte Irago, mirando con recelo la silueta de mi espada que colgaba de mi hombro, bajo el hábito de peregrino sobre el que cubría la cota de mallas, el cinturón y mis otros arreos de caballero, incluída la sobreveste de la Orden del Santo Sepulcro. Como había dicho el abad del Císter, mi penitencia debía ser doble. Entonces, giré la vista y miré al camino por andar, siguiendo a la silueta de aquel hombre mientras nos saludaban las primeras luces del alba.

Dieron las nueve, casi las diez de la mañana, cuando mis pasos me llevaron através del puente que el obispo Osmundo estaba mandado reforzar con ciertas piezas de hierro, a cuyos constructores me detuve a mirar durante largo rato, curioso en extremo. La iglesia de san Pedro, junto al puente, ofrecía cobijo y comida al peregrino, y en sus puertas recibí una escudilla de caldo con garbanzos y algo de pollo que fue de agradecer para mi maltrecho estómago. Descansé un momento en las escaleras, evitando penetrar en el templo y distraerme, sin duda, en la contemplación de sus imágenes, pinturas y retablos, comulgando en misa con el Señor. Intuía que en aquel largo día tendría oportunidad para hacerlo en algún otro sitio, y a otra hora. Así pues, tras un merecido respiro continué caminando y pasé por el puente y la entrada del hospital de San Lázaro, donde las pobres almas acudirían sin duda, como en tantos otros hospitales, intentando encontrar un último reposo, terrenal y espiritual, antes de expirar ante la gravedad de sus dolencias.


Fue poco después cuando, mezclados con la gente de la plaza donde se había dispuesto un mercado, más vigilantes y aguileños, distinguí la figura de ciertos caballeros templarios, que me hizo comprender quienes eran los moradores del viejo castillo construído en la ciudad. Su presencia me hizo evocar a mis experiencias en Tierra Santa, y me recordó que en Hispania no era necesario irse a los Santos Lugares para tener al infiel acechante en las fronteras, y proteger a los peregrinos. Ellos tenían sus propios enemigos, a los que las gentes del lugar llamaban "moros", en un tono que oscilaba entre la más átona de las normalidades al rencor y la desconfianza más hondas. Evité, pues, a tan esforzados caballeros y proseguí mi caminar hacia Cacabellos.

Sin embargo, a la salida del pueblo un turcoplero del templo me hizo detenerme. Un caballero, a mi espalda, vigilaba que no hiciera nada raro a su superior, ni tratara de huir. Inquisitivo fue aquel hombre, preguntándome que qué clase de peregrino iba yo, tan armado de espada y relumbrando los pedazos de cota bajo el ropón, y si es que no iba buscando a quien asaltar por el camino. Respondí, con humildad, que era tan solo un peregrino a quien habían impuesto esa pena. No convencidos por mi argumento, me ordenaron despojarme del arma y del hábito de peregrino, quedando luego muy sorprendidos al ver que era, como ellos, caballero de una Orden Militar, y más del Santo Sepulcro. Preguntáronme el nombre, y me hicieron agasajo y reverencia al saber de quien era hermano, y que no mentía. Rechacé con frugalidad sus ofrecimientos, y tan solo pedí permiso para ponerme de nuevo el hábito y echarme el talabarte al hombro, prosiguiendo mi camino, lo cual entendieron como buenos cristianos y siervos del Señor, dejándome seguir.

Sería mediodía, o poco más, cuando tras este breve encuentro llegué a Cacabelos, en cuya parroquia de Nuestra Señora de la Plaza oí misa en silencio y perdido en mis pensamientos, comulgando y comiendo algo de la caridad antes de seguir mis pasos, más cansado tras una mañana de largo andar, hacia Carracedo, ante cuyo monasterio me detuve, atraído por los cánticos de los monjes entonando aquel Kyrie Eleison que me hizo incarme de rodillas y santiguarme, rezando un padre nuestro y cantando con ellos, y pese a que no me escucharan, el Te Deum antes de proseguir, dejando atrás las pétreas y grisáceas paredes del monasterio de la regla benedictina.

Atardeció ya, muriendo el sol tras las montañas, cuando siguiendo el río Bubia llegué hasta Villafranca del Bierzo, importante ciudad que, como todas las otras, había crecido al calor de aquella fila de hormigas que eran los peregrinos, tan ansiosos por pagar indulgencias y ver reliquias por unos cuantos morabitinos. Tuve ocasión de sentirme como en mi propia tierra, ya que según me dijo un anciano del lugar, había un hospicio para gentes de la Francia, amén de un importante templo, el cual no dejé de visitar, llamado por los hombres de iglesia "Santa María de Vico Francorum", escuchando misa nuevamente en la cercana Iglesia de Santiago, ya tocando el campanario la hora de completas.


Recogíme pues al final de este largo día en el hospicio, donde tuve ocasión de conversar con otros peregrinos de mi nación, intercambiando con ellos impresiones acerca de los españoles y lo que de camino a Santiago habíamos visto, así como nuestros votos (aunque alguno había con voto de silencio, y poco pudimos hablar con él, más que con sonrisas y graves asentimientos). Fuime a dormir sobre el camastro, dolorido por tantos días vistiendo cota y gambesón, cual si estuviera en plena campaña contra los turcos, pero de tan cansado, quédeme enseguida dormido.

Desperté al canto del gallo, caminando con el primer clarear del día hacia El Cebrero, fatigosa senda ante la que hube de animarme comiendo una manzana que tomé de la linde del camino, y aunque no estaba del todo madura, me dió fuerzas para proseguir el pesado ascenso. El frío se hizo cortante, casi lacerante, aunque el peso de mis armas me hizo sudar, y resbalé y caí no menos de dos veces por las piedras del camino, quedando dolorido. Ascendí, no obstante, hasta el lugar, al que llegué pasado el mediodía y con hambre lobuna fuime sin dilación hasta la hospedería, que llevaban unos hermanos franceses del Císter con los que tuve ocasión de hablar. Ya más repuesto, oí la misa de nona en el interior de sus rojizas paredes del templo local, que me pareció de hechura sobria y apropiada para el peregrino.

Haciendo fuerzas, proseguí mi caminar en mi undécimo día hacia Triascatela, donde llegué al anochecer y dolorido en los pies por la subida y la bajada de tan fragosas sierras. Allí, como decía el libro de los peregrinos que tuve ocasión de leer, tomé y guardé una piedra para llevar a Castañeda, para hacer cal para las obras de la basílica del Apóstol Santiago. Oí misa en su iglesia, a la salida de la cual me abordó cierto emisario de un hospedero de Santiago, recomendándome un buen lugar donde descansar. Fuíme allí, curioso, para descubrir con desagrado que me querían vender recuerdos por mal precio, cambiándome la moneda a menor valor. Fuíme de allí, a pesar de lo tardío de la hora, y casi hube de echar mano a la espada para que aquel mercachifle (aún me sonrío al recordarlo, aunque vergüenza debería darle) no consiguiera retenerme allí aquella noche, y hacerme pagar caro el hospedaje.

Dormí, sin más contratiempo, en una hostería cercana, donde no tuve más problema que la intensidad de los ronquidos de los que allí conmigo durmieron.

Obras a analizar:

-Castillo de Ponferrada
-Monasterio de Cacabelos
-Iglesia de Santiago (Villafranca del Bierzo)
-Iglesia de El Cebrero
-Imagen de Nuestra Señora de la Encina (Ponferrada)